Personas que vienen y van, en su mayoría hombres que con bolsos al hombro, se disponen a iniciar una nueva jornada. El ruido del tráfico golpea en los oídos y el olor a diésel que sale de los escapes de los autos se mezcla con la humedad de la mañana.
Los "pavos" gritan ¡La Cabima! ¡Los Andes¡ ¡Milla 8! En su característica forma de llamar a sus clientes, que aguardan angustiados por un autobús. El día aún está oscuro: el reloj marca las 5:15 a.m.
A cada minuto llegan más personas. Aquí, en medio del centro comercial de la Gran Estación de San
Miguelito, se encuentra uno de los puntos de recarga de las tarjetas prepago, que permiten a los usuarios del transporte público abordar un Metro Bus.
15 personas esperan en una fila su turno para recargar la tarjeta. Al llegar a la cabina los gestos en sus rostros delatan el malestar, ya que a pesar de que hay tres ventanillas solo una está abierta: dentro del recinto una joven, acompañada por un guardia de seguridad, atiende.
La interacción entre la cajera y el usuario se limita a tomar el dinero que este último desea introducir en la tarjeta. No hay saludo de buenos días o cualquier otra palabra de cortesía. Pasan los minutos. La fila ya supera las 25 personas.
El reloj indica ahora que son las 5:25 a.m. La llegada de una segunda “dependiente” supone que la atención mejorara y la fila empezara a fluir más rápido. Pero no ocurre. La mujer ingresa y coloca un cartel en la tercera ventanilla en el que se lee "Ojo, cerrado", mientras se dedica a conversar con su compañera.
La gente en la fila comienza a desesperarse, se escuchan resoplidos, los rostros denotan malhumor, y de pronto, del final de la cola se escucha una voz de mujer que dice: "están laca que laca allá adentro". Y un hombre grita: "¡no tengo toda la mañana para ustedes!".
El letrero colocado en la ventanilla me motiva a sacar la cámara para capturar lo que en ese momento provocó la indignación de los que esperaban que los atiendan.
Como si hubiera estado esperando mi reacción, el seguridad me grita desde la puerta del quiosco: "no puede tomar la foto (…), debes de pedir permiso".
Las palabras del agente causan que los clientes se alteren un poco más y para mostrar su descontento empiezan a gritar: "toma las fotos", "esto no sirve", "una sola mujer na ma ¿y la otra qué hace?".
Finalmente otro pregunta en tono de burla: "¿Y a esto le llaman servicio?". Pese a todo, las dependientes no reaccionan ante las quejas y continúan en el mismo ritmo de trabajo desde hace casi media hora.
Son las 5:37a.m. Con una tercera persona dentro del quiosco, se abre la segunda caja, aunque solo por cinco minutos. Ahora se dedica en sacar cuentas y, posteriormente, abandona el lugar.
A escaso un metro de donde se encuentra la cabina de recarga hay un puesto de venta de periódicos. Allí esta Ricaurter Escobar, un hombre de unos 45 años, delgado y moreno.
Comenta que hace tres años vende diarios en ese lugar y desde que se colocó el puesto de recarga la atención siempre ha sido la misma. Asegura que cuando llega para vender los periódicos, a las 4:40 a.m., siempre hay una sola caja abierta.
"Solo se abren las tres cuando la situación es crítica", relata. Además, asegura que el verificador de saldo que está sobre un mostrador en la cabina, está dañado desde hace "buen rato ya".
"Lo que nosotros necesitamos es más personal y constancia en las cajas", añade Escobar, quien vestido con un pantalón negro, un gorro chocolate y un delantal de color naranja, se muestra entusiasta en su labor.
El sol ya calienta a las 6:02 a.m.. La fila se redujo. Ya no se nota impaciencia en el rostro de quienes llegan a hacer sus recargas.
El sitio cambió de panorama: personas que hablan por celular, otras que llevan el desayuno (un vaso con chicha en una mano y un cartucho con frituras en la otra), estudiantes que ríen y hablan. Todos ajenos a los que están a su lado.El día a día de la ciudad.
Son las 6:25 a.m. El escenario en la calle dista con el de la fila de recarga. Personas corren para buscar un bus tipo "diablo rojo" que aún funcionan en las rutas internas; como a los Metro Bus para tratar de llegar –unos a tiempo y otros con retraso- a sus escuelas, casas o trabajo.
El bullicio a esta hora es más fuerte. Suenan las bocinas de los autobuses, otra vez el olor a combustible.
Un usuario, con rostro de decepción, señala: "Te voy a decir la verdad, este sistema no me ha gustado nada, está lento, hay pocas tiendas de recarga, y tras eso, el servicio es pésimo, en vez de mejorar estamos empeorando".
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